Monday, February 6, 2012

El taxista

Nieva una noche más. Y ya son tres seguidas. Aaaaayyyy… ¡Qué vida esta! Llevo treinta años trabajando como taxista y en mi vida había visto nevar, y ahora que estoy en mi última semana antes de jubilarme, no para de hacerlo. ¿Será que se despiden de mí?

Es curioso. Cuando dedicas toda una vida a una misma profesión acabas añorándola. También puede ser que me esté haciendo viejo y cualquier cosa pasada me parezca mejor.

Pero, ¿por qué empecé con esto? Seguro que más de uno no puede ver el placer de noches interminables al volante, con la radio como única compañera, cogiendo a extraños y llevándoles al trabajo o a sus casas donde podrán descansar con sus familias.

Verán ustedes, les voy a contar una historia. Espero que entiendan la magia que ella encierra pues he consagrado mi vida a mi profesión, y ésta a lo único que mantiene vivo este caos que hoy llamamos mundo, a esta historia que otros llamarían amor.

Cuando empecé yo tenía 20 años, corría el año 67, supongo que no necesitan antecedentes políticos y sociales sobre la época. Las cosas estaban delicadillas a pesar de que poco tenía que ver con lo que habían vivido mis padres.
Y es así como entré en el mundo, mi padre era uno de los primeros taxistas que hubo en este país, cuando aún no existía ni el gremio. Él murió. Así que para salir adelante un servidor sin estudios, ni ganas de tenerlos, adquirió el negocio y se echó al ruedo.

Tengo tantas y tantas anécdotas que podría contar… Pero vamos a la que nos ocupa, y que hizo que me enamorase de este trabajo. Era el año 83, concretamente nos situamos en las navidades de ese año. Se respiraba cambio en el país y algo de jovialidad y felicidad. Por fin éramos “libres”.

Eran las diez de la noche cuando cojo a un chavalín de veinti tantos años que me pide que le lleve a la calle de la Morería.
Yo, que ya tenía unos años de profesión, intenté ganarme una propinilla extra.

-¡Qué amigo!, ¿de fiesta con los amigos? –Sabía positivamente que no era así.–

-No exactamente.

¡Pobre! –Pensé para mí. No podía parar quieto en el sitio.–

-Aaaaaaamigo. Usted lo que tiene es una cita.

-Me ha pillado usted. Que pasa, ¿se me nota mucho?

-¡No hombre, no! Es que llevo ya unos cuantos años en esto y uno se empieza a percatar de cosas que para otros son inapreciables.

Lo dejé pasar un rato en silencio, antes de volver a la carga. Tampoco quería agobiarle.

-Oiga usted, perdone que le vuelva a molestar. Y… ¿es guapa?

-No se lo imagina usted, siempre lo fue, desde pequeñita.

-¡Pues sí que lleva usted tiempo colado!

-Bueno, todos tenemos un amor platónico, ¿no?

-Sí, eso es cierto… En fin amigo, ya hemos llegado, le dejo por aquí mucha suerte y que le vaya bien.

-Muchas gracias. Tome, quédese con el cambio, me ha hecho pasar un buen rato.


Y así dejé al chico en la calle, con ese brillo en la mirada que da el amor. Indefenso ante la vida que aún tenía tanto que enseñarle. Vi cómo entraba en un restaurante de la calle que bajaba, y seguí mi camino.
¡Juventud, divino tesoro! Todos creemos que podríamos hacer un libro con las historias que nos suceden. Alguno bueno saldría.

En fin, unas horas más tarde pasaba yo por la calle Mayor, a la altura de la plaza de la Villa, cuando me para una chiquilla.
Me dio una dirección y partí. Cuando llegamos a Sol paramos en un semáforo, y miré por el retrovisor a mi pasajera.
Una chica con el pelo liso largo, morena. Unos ojos como dos lunas llenas, de color castaño, pero empañados en lágrimas.
Me sentí fatal, ¡pobre chica!

-Oiga usted, que sepa que es pecado que una chica tan joven y tan bella llore de esta manera. Le desluce esos ojos que tiene usted.

La chica no pudo evitar que se le escapara una sonrisa. (¡Y qué sonrisa, podría iluminar el día más negro).

-Es usted muy amable. Pero está bien, no pasa nada, no se preocupe.

-Mire usted que la vida dura muy poco y no merece la pena sufrirla. Y menos por un chico, mujer.

-Es usted muy listo…

-No mujer, son las canas que me empiezan a aparecer. ¡De algo tenían que servir!
¿Qué hizo ese chico, la abandonó?

-No, directamente no me quiso nunca.

-Perdone que se lo diga, pero es complicado creer algo así.

Volvió a sonreír. Me sentía bien consolando a la pobre chica.

-Pues él lleva muchos años. Y cuando parecía que se había decidido, resulta que no… Que triste… Yo esperando y ahora… Míreme, llorando como una cría.

-Señorita, si algún día la humanidad deja de llorar por estas cosas, es que vamos muy mal. No se preocupe usted, que ya verá cómo esto le vendrá bien, adquirirá usted madurez para cuando venga el bueno.

- No sé yo qué decirle.

El semáforo se puso verde y volví a arrancar el taxi.

-Oiga mire, le tengo que pedir un favor, ¿me lo concederá?

-Bueno… ¿De qué se trata? –Dijo la chica un poco reticente.–

-Verá, mi hijo salía hoy de fiesta a casa de unos amigos cerca de donde me cogió usted, y le tengo que ir a recoger. Se hace un poco tarde y debería ir a por él. ¿Le importa que de la vuelta? No tenía pensado cobrarle el viaje, y luego la dejaré en casa, prometido.

-Mmmmm. Bueno vale…

-Muchas gracias.

Así pues, di media vuelta y me dirigí hacia las Vistillas, dejé aparcado el coche en un lado de la calle.

-Espere aquí un momento. No cierro por si usted no se fía y se quiere escapar.
–Bromeé.–

Y sin más saqué las llaves del coche y salí.
Crucé la calle Bailén por el medio, como era casi media noche apenas había coches que pasaran por allí. Bajé por la primera calle y allí le encontré, sentado en el bordillo de la calle, mirando al tendido.

-Venga vamos, que te llevo. Tengo el taxi allí aparcado. Además te voy a presentar a una amiga que acabo de conocer.

-P-p-ero…

-No hay más que decir, ¡venga! –Corté sin dejarle acabar.–

Se levantó y me siguió calle arriba hasta el taxi. Cuando nos acercábamos, la chica salió del coche con la boca abierta.

-¡¿Pero qué?! –Acertó a decir.

El chico se paró de súbito al darse cuenta de quién era. Lo cogí por el brazo y tiré de él. Antes de soltarle, le dije en bajito. “A ver si cumple usted ahora, que me ha hecho perder dinero”. Y lo empujé lo justo para que llegara donde estaba la chica.
Y se quedó allí parado, sin hacer ni decir nada. “No me lo puedo creer, será paleto”
–Pensé yo.–

-¿Qué haces con el taxista? –Acertó a decir la chica.– ¿Me lo…?

No pudo terminar, el chico que había dejado unas horas antes allí mismo, por fin había reaccionado: la besó. Pero lo hizo con mucho cuidado, venerándola, tocándole la cara, como si se tratase de una figura de porcelana. Temeroso de romperla.
Ella cerró los ojos, lo rodeó con sus brazos y se dejó llevar, y a partir de ahí yo y todo el mundo a su alrededor dejamos de existir.

Después de un rato abrazados parecieron volver a la realidad y miraron a un lado y a otro de la calle buscándome. Yo me había apartado a la acera de enfrente para fumarme un cigarro y dejarles intimidad.
Cuando se dieron cuenta de donde estaba me hicieron una seña para que me acercase. Me levanté y mientras me acercaba les dije mirándolos.

-Bueno señorita, ahora sí que la puedo llevar a su casa como la prometí.

Los dos rieron. Subí al coche seguido de ellos y les conduje en silencio a la dirección que me había dicho antes la chica. Cuando llegamos ésta bajó. El chico paró un momento antes de seguirla.

-¿Cuánto le debo?

-Mucho. Al viaje sin embargo, invito yo. Sería un crimen cobrarles hoy.

-Gracias amigo.

-Para eso estamos. Soy taxista, ¡al servicio de la ciudadanía!

El chico rió y bajó del taxi. Yo seguí mi camino sintiéndome muy bien conmigo mismo, y con un único pensamiento en la cabeza: “Soy taxista”.