Tus ojos
verdes vidriosos perdidos en la inmensidad del infinito contenido en un
centímetro de pared. Tu pelo sobre el pecho cubriendo a medias tu desnudez
perfecta, casi insultante para los mortales. Las sábanas sobre tu translúcida
piel blanca que se eriza al contacto de la yema de mis dedos.
Tus labios
rosados y carnosos, suaves, desgastados de tanto amor vacío.
Mueres tan
rápido que se te hace eterno, la incertidumbre incrementa tu angustia, cada
momento es un cuchillo clavándose en tu pecho lleno de lamentos y resoplidos
ansiosos de expresar tu tristeza.
Tu soledad
nubla la habitación en la que nos hayamos postrados, exhaustos, flotando en la
frágil ilusión de que tenemos aquello que nos hace falta: tú.
Vives de bar
en bar, asolada por la falta de sentido que tienen las noches que pasas en
compañía de hombres y mujeres desnudos en tu cama paliando la oscuridad
instalada en sus vidas, tratando superficialmente de poner diversión en la tuya.
Niegas la
ayuda que te ofrecen porque crees no merecer nada, la suerte ya te ha sido
esquiva y no tienes tiempo para que cambie.
Ya nadie lo
intenta, excepto yo, que te tiendo la mano, expectante, esperanzado de que
alguna vez entiendas que no hay existencia corta sino existencia sin vida.
Pero hace
tiempo que renunciaste a vivir.
Me pierdo en
tus caricias y susurros al oído. En las risas de porcelana, en las noches
blancas en tu cama hablando de viajes que ambos sabemos que no haremos. En los
paseos viendo el atardecer a tu lado, en el evanescente romanticismo de la luz
de las velas y los pétalos de rosa.
Nada es real
porque planeas etérea en un mundo al que ya no perteneces.
Te vas, y tu
regreso ya no es esperado por nadie, ni por mi.
Mueres, en
fin, de todo, y yo contigo de necesidad.