La oscuridad
y el silencio me rodean. Estoy sólo, completamente alejado del ruidoso mundo
que hasta no hace tanto me envolvía. La tranquilidad que siento es
indescriptible, jamás había sentido un relajación así… ¡Ay! Si no fuera por
estos pequeños momentos de la vida…
Abro los
ojos y ahí está, mi piel curtida por la edad, decenas de surcos oscuros se
marcan en mi cara, el pelo ya no es del oscuro que solía ser, ahora es blanco,
canoso, apenas me quedan cejas y me afano en quitarme los pelillos sueltos que
me quedan de barba. La imagen del espejo me sonríe, de forma muy agradable, es
cálida. Sigo abrochándome los botones de la camisa…
“Hijo, es
ahora cuando te juegas el cocido, en estos años. Cierras los ojos y cuando te
quieras dar cuenta dices: “¡Aibá! Si tengo 24 años””.
Esto solía
decirme mi padre muy a menudo cuando era adolescente, lo que se le olvidó
explicarme es que la segunda vez que parpadeas tienes 80 años, y tu vida ha
pasado, te queda la plácida espera de la muerte, que intuyes cercana y lejana al mismo
tiempo… Pero certera.
El tiempo
pasa. Impasible, decidido, con una frialdad que ni el mayor de los psicópatas mostraría.
Y sin embargo, durante toda mi vida me pareció dúctil y maleable.
“Tic, tac…
Tic, tac… Tic, tac…” Puedes visualizar la imagen de una mujer que te coge de la
mano para llevarte a la siesta del colegio…
“Tic-tac,
Tic-tac… Tic-tac” Parece que se acelera: primera vez que te montas en una
montaña rusa…
“Tiiiic…taaaaac,
Tiiiic…taaaaac” El ritmo es somnoliento, aquella clase de lengua interminable.
“Tic-tac-tic-tac-tic-tac”,
mi primer amor.
Y así un
continuo que a pesar de nuestra subjetividad, ahí va, sin prisa, pero sin
pausa.
Tic, tac, tic, tac, tic, tac…
Tic, tac, tic, tac, tic, tac…
Ya he
llegado a casa de mi nieto. Hoy es su cumpleaños. 20 años.
Ya es un
experto en todo, diversión, mujeres, coches, tecnología…
Sabe de
todo, menos del tiempo.
-¡Hola!
¿Cómo estás? –Digo sonriendo.
-¡Abuelo!
Que alegría verte. Ven pasa y siéntate. ¿Te traigo algo? No hijo, no. Estoy
bien.
Tic, tac,
tic, tac…. Tic, tac, tic, tac…
La cena es
tranquila, estamos todos en familia. Sus padres sonríen. Sus otros abuelos intentan
disimular alguna lágrima que resbala por sus mejillas...
Tic-tac,
tic-tac, tic-tac, tic-tac…
¡Ah! Por fin
llega el momento, la tarta con las velas. Las siluetas del dos y el cero se
dejan intuir en la oscuridad gracias al brillo de las pequeñas llamas que lucen
sobre la tarta.
Tictac,
tictac, tictac, tictac, tictac…
Los regalos…
¡qué gran momento! Va desenvolviendo uno a uno, una camiseta, sobres con
dinero, zapatillas, libros…
Deja mi
regalo para el final. Sabe que va a ser especial, como le había prometido.
Se toma su
tiempo para abrirlo, coge el
paquetito con delicadeza. Le quita el lazo con religiosidad. La habitación se
queda en un tenso silencio de incertidumbre.
Tiiiiiiic,
taaaaaac… Tiiiiiiiic, taaaaaac….
-¡A ver que
le has regalado a mi hijo! ¡Que siempre has sido muy teatrero!
–Exclama mi nuera–.
Una vez
quitado el papel aparece una cajita adornada… A mi nieto se le ve reflejada una
mezcla de curiosidad y ambición. Pero no quiere estropear el momento tan
ansiado y especial.
Tiiiiiiiiiiiiiiiiiic, taaaaaaaaaaaaaaac,
tiiiiiiiiiiiiiic, taaaaaaaaaaaaac.
La abre
despacio, y ante él aparece una nota a modo de tapa. Sin tocarla la lee en
alto:
“Espero que
lo cuides, que te sirva, que aprendas a observar su belleza a contemplarla,
pero a la vez espero que la vivas y la sientas como yo lo he hecho.
Lo he
llevado hasta el día de hoy y nunca ha fallado”
Al apartar
la nota observa con la boca abierta el regalo por su vigésimo cumpleaños.
-Abuelo…
–Susurra aguantando el sollozo–. Pero si no te recuerdo sin él. Desde que soy
un niño, siempre te he visto con él… Es tu reloj…
-Hijo… Es
todo tuyo… ¿Me harás un favor?
Tic
-Sí, claro
abuelo.
-Por favor,
no… no cometas el error de parpadear por segunda vez.
Tac.