Este texto es un trabajo de clase en el que teníamos que hacer una reflexión sobre un documental que emitieron en Documentos TV hace unos pocos años, El último viaje.
No lo compartí antes porque quería hacer un taller y necesitaba que los asistentes a él no lo vieran antes, pero ahora me parece interesante que todo el mundo lo vea, y quizás de paso, sirva para que todos pensemos un ratito.
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Mi hija duerme a mi lado
desde hace unos días. Hacía tiempo que no pasaba, desde que era una niña
pequeña y yo le contaba cuentos sentado a su lado después de arroparla. ¡He
tenido tanta suerte de llegar a conocerla! Ha sido mi maestra durante toda mi
vida, me ha enseñado a querer incondicionalmente, a perdonar malos días (que
todos los tenemos), a superarme por duras que fueran las situaciones, a
aconsejar y ser aconsejado. Y la lección más importante de mi vida, o al menos
la que será la última gran lección que aprenda: todos los que un día cuidamos tenemos
muchas papeletas para acabar siendo cuidados. Así es la vida, envejecemos,
enfermamos y en esa última parte previa a nuestra muerte, tienen que cuidarnos.
Ahora tengo setenta años,
luchaba hasta hace muy poco contra un cáncer de hígado que me tapaba unos
canales o algo así. Recuerdo el día que me informaron de mi enfermedad, yo
llegué al hospital por mi propio pie con mi hija de la mano porque estaba
amarillo. Me ingresaron para “hacerme alguna prueba de nada, estese tranquilo”.
¡Já! ¡Sí ya lo estaba! Justo eso me hizo empezar a pensar mal.
Estuve unos días ingresado,
hasta que finalmente mi médico me dijo que tenía cáncer. Una vez, no lo volvió
a llamar así. Me explicó que había tratamiento, que lo empezaríamos después de
ajustar un poco la analítica porque habían salido algunas cosas un poco mal, y
que en cuanto pudiéramos nos pondríamos a tratar la enfermedad. Sin mediar
pausa hizo un gesto a mi hija para que saliera con él. No sé lo que le diría,
pero cuando entró apenas podía contener las lágrimas. Yo estaba en shock y
cuando me recuperé, sólo podía pensar en la tristeza de mi hija. ¿No había sido
suficiente crecer sin madre que ahora tenía que llorar por mí?
A los pocos días me dijeron
que tenían que operarme para liberar esos canales y así quizás, con suerte,
empezar la quimio para el tumor. Todo salió bien, y la iniciamos. Yo “era
afortunado” porque “sólo” tenía que tomarme una pastilla, por lo que podía estar
en casa. Las heridas, que se me cayese el pelo, las nauseas… eran efectos
secundarios duros, sí, pero “tenía suerte”, “sólo era una pastilla”.
Así estuve un año y medio. Me
felicitaban por la resistencia que tenía. Y yo pensaba en que para aguante el
de mi hija, con una familia que atender, un trabajo que mantener y ella me
dedicaba todas las horas que podía y más, con una paciencia infinita. Me llevó
a vivir con ella, quería devolverme todos los años que había estado cuidándola
mientras crecía. “Ahora me tocaba a mí”. Me ha dado de comer cuando me han
hospitalizado, dormía en el sillón para irse a trabajar después, me trataba con
cariño y siempre que podía, lo hacía sin pena, como si no estuviera enfermo,
aunque los dos sabíamos que sí.
Desde hace seis meses cambié
de doctor, fue en mi última hospitalización antes de ésta. Ahora me iba a
llevar un médico especialista en este tipo de situaciones. Él me iría ajustando
el tratamiento según las necesidades lo requiriesen. La primera vez que lo vi
quiso hacerse una idea de lo que sabía. Después de hacer un resumen de todo lo
que había pasado, se sentó a mi lado en la cama, nos miró a mi hija y a mí y
nos explicó que la medicación había dejado de funcionar. La enfermedad, que en
su momento había parado de crecer, había vuelto a avanzar. Y esperó. Se quedó
allí sentado, con una mano sobre mi pierna y cuando las lágrimas no pudieron
contenerse más me apretó con fuerza la pierna, y mi hija igual, pero en la
mano. Estuvo un buen rato, me dijo que podía usarlo cuando lo necesitase y que
haría todo lo posible porque me sintiera a gusto. Llevo seis meses en los que
he tenido que visitarlo más de la cuenta, pero ha hecho que sea menos doloroso
tener que venir al hospital.
Y aquí estoy, sé a ciencia
cierta que ésta es mi última hospitalización, lo sospechaba, pero cuando se lo
pregunté a mi médico me dijo que estaba “complicado, sí”. ¡El pobre! No sabía
cómo decirlo.
Estoy bien, tranquilo. Quería
aclarar mis ideas y dejar constancia de algunos de mis últimos pensamientos.
Quiero dar las gracias a Juan, mi médico, que me ha acompañado estos últimos
seis meses en mi último viaje. Y a mi hija, que además de acompañarme, me ha
aliviado cuando lo he necesitado y ha curado las heridas de mi corazón. No al
final, sino durante mi enfermedad.
Mi nieta me dice que quiere
ser médico de mayor, y me hace muy feliz poder darle un último consejo: escojas
la especialidad que escojas, ten un poco de paliativista dentro de ti.