"¿Alguna vez has acariciado con el corazón?"
Mi abuela solía preguntarme eso cada vez que me veía, incluso cuando estaba postrada en la cama y yo iba a llevarle su sopa de migas de pan que apenas tocaba.
Me miraba fijamente a los ojos, a veces ni siquiera, y me lo repetía una y otra vez, la pregunta que en un futuro pienso repetir a mis hijos hasta la saciedad.
"¿Alguna vez has acariciado con el corazón?"
Lo que mi abuela no me dijo es que había más formas de acariciar. La primera vez que lo hice sin utilizar mis manos fue cuando tenía 17 años, fue con la mirada. Tensa pero perfecta, una sola vez fue suficiente para decirnos todo aquello que jamás fuimos capaces de explicarnos con palabras, no porque tuviéramos miedo a expresarlo, lo hicimos lo mejor que supimos, si no porque no había significantes en ningún idioma que conociésemos para expresar ese estado transitorio entre locura y drogadicción que vivimos.
Pero acabó, como un barco a la deriva en medio de una tormenta se hundió en la oscuridad del más profundo pozo mientras la lluvia salada empapaba mis mejillas, sin derecho a segunda a oportunidad.
He vuelto a acariciar sí, pero nunca con el corazón, porque no sé hacerlo. Porque la vida me vive sin que yo pueda remediarlo ni opinar al respecto. He recorrido el páramo que atravesaba el bosque que salía de aquel pozo en soledad, con la amargura de la mano, sin luz, hasta el punto de quedarme ciego. Pero no fue malo...
Comencé a escuchar almas vagabundas que no había sido capaz de percibir a mi lado víctima del ensimismamiento que genera la tristeza. Aprendí a interpretar sentimientos profundos de los que ellos mismos no eran consciente y comencé a darles forma, hablé con ellos, les preguntaba cosas al respecto, el por qué habían elegido ser sombras y en ese momento sus miradas vacías me penetraban como hojas de cuchillos dejando en mí una frialdad difícil de calentar: "¿Es que acaso tenemos otra opción? ¿Debemos creer en nosotros mismos?"
-¿Y en quién si no?
Las conversaciones con caminantes me hacían sentir bien, allí abajo en lo más hondo, nadie te puede juzgar, todos estamos al mismo nivel, y es cuando cualquier atisbo de esperanza te relanza hacia la superficie. Yo disfrutaba encontrando ese resquicio, pero no se lo daba, dejaba que ellos llegasen a él, a SU verdad. Aquella que les hacía dudar entre las incógnitas como lo hace el mar en la orilla, que no sabe si viene o si va.
Me miraban como sin querer creer que merecía la pena intentarlo, pero incapaces de no hacerlo. Y se iban y yo, más Parca ya que sombra, pues el tiempo en la oscuridad desgasta aún más, buscaba otro errante al que ayudar no por ellos, si no por mí.
Poco a poco me fui quedando sólo incluso en lo más lóbrego del camino dejé de escuchar a Tristeza y fue su prima Soledad la que invadió el reino, mi reino de tinieblas en el que me sentía a gusto, bajo un halo de raciocinio que me hacía ver que ese era mi terreno y de nadie más. Un lugar en el que descansar del ruido en el que siempre había vivido, por debajo del amor y la alegría, de la risa y los nervios, más allá del odio y el rencor, la venganza y la tiranía; donde sólo habito yo.
Se preguntarán cómo voy a enseñar a mis hijos entonces a acariciar con el corazón. Pues bien, soy un gran actor, pero aún mejor farsante. La oscuridad es la ausencia de luz, pero para reconocer a la primera tienes que haber vivido la segunda, y siempre podré contar que acaricié con la mirada, porque ni siquiera a mis hijos permitiré que me roben lo único que es mío por derecho propio y de nadie más. Aquello que gané a pulso. Mi reino, mi yo, mi todo. Mi tranquilidad.