«Tic-tac, tic-tac, tic-tac…»
La noche se ve interrumpida por el reflejo de los intermitentes que anuncian la salida al destino nocturno de Juancho. Suspira al ver el lugar que ha elegido para descansar: “bandera, bandera y bandera, todo lleno de banderas… estoy hasta los cojones de tanta bandera ya…”.
Aparca y pasa al lado de un cartel que anuncia una tienda-museo de artículos de caza, piensa en su ex-suegro; a su otro lado, ve varios camiones aparcados en batería: “Se que el mejor sitio para conseguir un arma es la cabina del camión gris que hay ahí fuera”, se sonríe, por un momento se siente Jason Bourne, y no ser nadie se convierte en algo divertido, un juego al que dedicar un espacio mental en lo que recorre el camino hasta la entrada; pero no ha terminado y su sonrisa se tercia irónica… “¿Cómo puedo no saber quién soy?”
Quizás no sea tan distinto a Bourne después de todo.
Llega hasta la puerta del hostal de carretera y abre. Le recibe un olor a fritanga conocido, una luz blanca insufrible amenaza con cegarlo y el ruido de platos y cubiertos enturbia sus oídos. Echa un rápido vistazo a la estancia. Hay una docena de mesas todas separadas entre sí ocupando como la mitad del espacio; unas pocas escapan a la tendencia y anárquicas ellas, han decidido apelotonarse justo en frente de una puerta coronada por un letrero que pone: HOTEL. “Qué bien distribuido”.
Se acerca a la barra del bar, y se sienta esperando a que lo atiendan. Tiene pinta de que va a ser larga la espera, sólo ha contado a dos camareros que no parecen incomodarse con los gestos de impaciencia y resignación de sus clientes. Se pone sus gafas de analista sociológico y estudia a sus vecinos de barra.
Un trabajador de gasolinera que ronda los 50 años, lleva un polo arrugado que dibuja una curva pronunciada que amenaza las leyes físicas y que por debajo, abriga a una barriga trabajada durante años. Algo sucio, sujeta un vaso de tubo con hielos y un líquido verde nuclear que asusta… “la fuerza de voluntad para entrenar es la clave del éxito”; la otra, una señora escuchimizada con chándal de táctel y no menos de 15 pulseras de plástico en la muñeca juguetea con la cuchara del café mientras mira hacia abajo. “Ya estamos en la parroquia”.
Se acerca un camarero que le pide el DNI para poder hacerle la ficha: “Es por si viene la Guardia Civil, que luego nos echan la bronca”.
Juancho busca entre sus recuerdos cinematográficos bajo la certeza de que el poco dinero que lleva en la cartera va a tener que usarlo para sobornar a la pareja de la benemérita que decida acercarse ese día al hostal para ganarse la peonada complementaria bajo la amenaza de llevar al calabozo a todo aquel que no colabore con las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado.
Se lo entrega y no puede evitar arrepentirse al momento: manos llenas de grasa y de sal, uñas largas donde el aceite parece querer barnizar la roña que se esconde entre éstas y la carne reciben la tarjeta. El hombre recoge sus datos y cuando le devuelve el DNI, Juancho duda de si decirle que se lo quede, pero la situación incómoda que se le pasa fugazmente por la cabeza y el hecho de no estar seguro de poder permitirse pagar el precio de un DNI extraviado lo convencen de aceptarlo y guardarlo a buen recaudo en su cartera promocional de Caja Madrid.
Su cartera es uno de esos objetos talismán que posee Juancho, siempre le ha parecido graciosa la ironía de que una persona como él que desconfía de los bancos casi por herencia familiar, guarde el poco dinero que tiene en una cartera de forraje sintético que quiere imitar el cuero con un logo enorme de la ya desaparecida caja de ahorros.
Sortea la trinchera de mesas que amenazan con impedir su paso y se adentra en un pasillo flanqueado por puertas a uno y otro lado. Busca la suya, la 206, y abre la puerta. Enciende la luz.
Sólo dos de las tres bolas de vidrio que cuelgan del techo se iluminan, tienen motivos florales que le recuerdan a las que había en la casa de su abuela. Siempre hay espacio para la melancolía al pensar en su yaya.
Deja sus cosas y se dirige al baño. Está de suerte, una cucaracha dentro de la bañera agita sus antenas tranquilamente, va a ser el primer ser vivo que comparta habitación con él en un año y medio, se siente tentado de cogerla para que trepe por su brazo un poco, pero prefiere no asustarla, no es Juancho una persona que sea conocida por generar miedo en los seres vivos que lo rodean (aunque la cucaracha no parece muy intimidada por su presencia). Además, en el fondo teme que se vaya por el desagüe y se quede sin romper la racha.
La luz del baño es blanca, sólo funciona una de las dos bombillas que se encuentran encima del espejo al que ni siquiera piensa echar una mirada rápida. “Luz blanca y luz amarilla… luz blanca y luz amarilla musita entre pensamientos…. ¿Eso no tiene una rima? Como rosa y rojo, patada en el ojo que decía…” y no termina de pronunciar su nombre ni siquiera en pensamientos. Aún duele su ausencia.
Se mete en la cama, se cubre con las sábanas llenas de pelotillas que acolchan un poco el duro somier sobre el que dormirá esa noche y enciende la televisión. Hace un zapping rápido con la esperanza de que no pongan nada que alargue innecesarimaente ese día, pero no puede reprimir el gesto de encenderla, por si tiene la opción de ver una película que le entusiasme y le meta en la piel de un personaje distinto a él mismo que le ayude a evadirse de su realidad. Pero no. “Puta telebasura”.
Apaga y se queda en silencio. Aún oye los platos y cubiertos del restaurante del hostal al final del pasillo, se pregunta si mañana podría darse el capricho de tomarse unos “famosos churros del Hostal Gilda”, luego recuerda las uñas del camarero y se convence de que es mejor no tentar a la suerte, no vaya a ser que se coja algo y acabe teniendo que ir al médico.
Juancho mira al techo por última vez antes de intentar dormir, se pregunta una vez más por qué no está en su casa hoy. Se trata de una pregunta sin respuesta puesto que tampoco le seduce la idea de estar allí. Es casi más una reflexión filosófica que espera una sucesión lógica de pensamientos que enlacen las diferentes etapas y sucesos de su vida reciente que le han llevado a no estar metido en sus sábanas con la luz apagada pensando por qué no está lejos de su casa.
Juancho se dispone a dormir, por un momento coquetea con la idea de masturbarse, pero descarta rápidamente esa opción no ya por la agotadora logística que conllevaría, sino porque no le apetece la intensidad emocional que le supondría el eyacular. “Caray, si me viera mi yo de 20 años…”
Y deja la reflexión sin acabar... una vez más, pero no será la última.
Juancho es consciente de su miseria; pero hasta el más desgastado de los miserables necesita evitar sentenciarse, darse una tregua así mismo, pues todo miserable consciente de su soledad, sabe que en alguna parte de sí mismo late la certeza de que no completar algunos de sus pensamientos le puede estar salvando la vida. ¿No es esto compasión?