Thursday, October 18, 2012

Otra Guerra No Contada.



“El mundo se derrumba y nosotros nos enamoramos”.
¿Cuántas veces nos susurramos esta frase al oído?
¿Cuántas veces soñamos con tener en nuestras manos el devenir de nuestras vidas?
Y sin embargo sabíamos que no podía ser, que jamás podríamos estar juntos aunque quisiéramos, era un amor imposible.

Jean Paul y yo nos conocimos en las calles de Madrid, cuando las bombas atormentaban a sus gentes, estrujando sus corazones y reviviendo el terror de pasadas guerras.

Nos encontramos por casualidad en la Plaza de Tirso de Molina, chocamos sin querer y cometimos el dulce error de cruzar nuestras miradas, un tenso e interminable maravilloso segundo del que sólo nos pudo sacar el sonido de las sirenas que avisaba de la llegada de aviones de combate que verterían el contenido de sus tripas sobre la ciudad en breves momentos.

Corrimos hacia el único sitio que estaba decentemente dispuesto en aquella zona para que nos pudiéramos refugiar, el antiguo Teatro Calderón. Entramos a empujones, haciéndonos sitio a duras penas para obtener un hueco en la que podía ser nuestra tumba si una bomba caía en el lugar oportuno. Allí hablamos por primera vez.

No tuvimos la mejor banda sonora, los murmullos nerviosos de la gente, los llantos de madres e hijos desconsolados rezando por unos días más de vida y libertad y el estruendo de las bombas.

Recuerdo tus ojos claros y sinceros, sobre todo eso, sinceros. Hablándome y explicándome como habías llegado a Madrid con tan sólo cinco años huyendo de una Francia maltrecha por unos bastardos que querían reventar cualquier viso de comportamiento ajeno a su forma de entender el mundo. Ahora estaban aquí y pretendían hacer lo mismo. Y así había de ser, en unos días la ciudad sería tomada, apenas se tenía en pie para permitir que las familias que pudieran, escaparan.

A pesar del sitio al que estaba sometido Madrid existían cuadrillas que conducían –a cambio de comida, tabaco o en la minoría de los casos algo de dinero– a las afueras. Salían por el norte dirección Segovia, moviéndose por túneles que se habían construido y en otros tramos por sierra. Una vez fuera, podías renegociar para que te llevaran hasta Portugal y de ahí salir hacia Sudamérica, que era de los pocos sitios donde podías encontrar un sitio tranquilo donde formar familia.

Ayyy formar una familia, se me saltan las lágrimas cuando pienso que yo podría haber tenido una con Jean Paul, con mi Jean Paul…

El sonido del bombardeo pareció alejarse después de varias horas (perdí la cuenta la verdad), y aunque aún era arriesgado y nadie se movía, tu me dijiste: “Ven conozco un sitio donde estaremos seguros y sin que nos molesten”.
Salimos corriendo ante las miradas atónitas del teatro, no daban crédito, no entendían como podíamos arriesgar así nuestras vidas. Pero realmente era lo único lógico que podíamos hacer.

Corrimos calle abajo de nuevo hasta la plaza, para girar a la derecha y coger la calle del Duque de Alba. Nos metimos en un portal, estaba oscuro.

-¿Dónde estamos?. –Pregunté yo.

-Ahora lo verás.

Caminamos unos instantes por el pasillito que dibujaba el portal hasta que nos paramos en una puerta que estaba empotrada en la pared de la izquierda. Jean Paul se paró y me miró, ahora creo que con una sonrisa pícara dibujada en su rostro.
Abrió la puerta y otro pasillo oscuro se presentó ante nosotros.

Yo estaba impaciente, para qué negarlo. No sabía donde me llevaba, pero confiaba en él. Sentía que no podía estar engañándome, y no lo hacía.

Ante mí se apareció una segunda puerta que daba paso a una sala medio en ruinas bastante sucia, llevaba siglos abandonada. Había un montón de butacas, unas ancladas al suelo, y otras tiradas en medio de la estancia. En una de las paredes había una tela blanca enorme medio roída, fue entonces cuando caí…

-¿Estamos donde yo creo que estamos?

-Efectivamente, en uno de los primeros cines X de la ciudad, donde nuestros bisabuelos venían a escondidas allá por tiempos de la Transición.

No pude parar de reír durante un rato largo. Los nervios que sentía, mezclados con lo apropiado del lugar y la situación, hicieron que me sonrojara aumentando aún más mi risa, que continuó hasta que Jean se acercó y me besó. Me sentí desfallecer y me abandoné a aquel momento de rebeldía, lujuria y por qué no decirlo, de amor.

*****

Fue ese el día quizás en que comencé a vivir mi vida, por fin, después de tantos años.
A aquella tarde en aquel cine la siguieron muchas más, cada cual más apasionada que la anterior.

Cuando la ciudad por fin fue tomada y a pesar de la certeza, o quizás por esa misma certeza, nos olvidamos del mundo y de que teníamos una bala apuntando a nuestras cabezas y seguimos con nuestra suicida aventura. Comíamos, hablábamos, reíamos, hacíamos el amor y otra vez a empezar. Apenas salíamos al mundo exterior que se nos presentaba como una cárcel.
Aquella sala era todo lo que necesitábamos, o incluso más. Con tenernos el uno al otro bastaba.

Pero claro, no podíamos apartarnos de la realidad y era cuestión de tiempo que antes o después dieran con nosotros. Habíamos participado activamente en la difusión de las atrocidades que en realidad pretendían los salvajes que ahora gobernaban el país.
Además sus pétreo valores poco casaban con nuestro estilo de vida.
Fue la tarde del 12 de octubre cuando estando yo entre sus brazos oímos cómo tiraban la primera puerta que daba al pasillo que conducía a la sala. Algún vecino nos debió de ver o quizás nos siguieran no lo se.
Nos vestimos rápidamente aprovechando que se habían quedado en la puerta que daba a la sala. No podían romperla porque estaba taponada por varios muebles colocados a propósito a modo de contención por si alguna vez pasaba algo así.

Jean Paul me dirigió hacia una trampilla que había y cuando ya estaba bajando oí la puerta y los muebles ceder. Acto seguido Jean Paul me empujó y cerró la trampilla tras de mí quedándose él en el cine, enfrentándose cara a cara a la muerte.
Yo golpeé la trampilla hacia arriba con lágrimas en los ojos, si tenía que acabar quería que fuera con los dos juntos. Pero no me dejó se había puesto encima.
Algo debió notar él bajo sus pies por que dijo: “Jamás me arrepentiré de haber luchado por mis ideales, pero sobre todo, jamás me arrepentiré de haber amado y espero que todo el mundo llegue a saber lo que aquí ha pasado”.

Entendí perfectamente lo que quería. Nos quería eternos. Nuestro amor merecía eso  y mucho más. No sobreviviría mucho tiempo, pero al menos si podía dejar constancia de todo aquello. Del horror vivido, de mi felicidad, de la sangre derramada, de mis noches en sus brazos consolándonos mutuamente. En definitiva, de cómo el amor alumbró tanto odio y destrucción…

Salí corriendo hacia mi casa. Vivía en un bloque de edificios en la Gran Vía de San Francisco el Grande, cerca de donde un día estuvo una de las cúpulas más grandes de Europa y del mundo. Ahora ya no queda nada ella.

Cuando llegué lo primero que hice fue colocar el revolver en la mesa del salón. Acto seguido cogí papel y bolígrafo y me puse a escribir la historia que os acabo de contar.

*****

Querido lector que me estás leyendo, espero que estés bien, que todo esto te parezca una atrocidad, y sobre todo que te suene lejano.

Con esta historia quiero transmitir un mensaje. Y ése es que tenemos el deber de vivir lo que podamos, de defender nuestros principios, de que sean respetados, pero sobre todo, de sentirnos orgullosos de quiénes somos. Los asesinos de Jean Paul nos consideran un mal por esto mismo. Para ellos no somos más que un par de mariconazas que no merecen más que un tiro en la nuca. Sólo por defender nuestros ideales, por vivir nuestro amor, más verdadero que muchos que ellos considerarían puros.

Y es ahora viendo en perspectiva todo, que se que lo hemos hecho bien, muy bien. Porque hemos sido felices. Nos vamos tranquilos, y eso es algo que jamás podrán arrebatarnos. Y con un poco de suerte, esto servirá para que otras generaciones que como nosotros vivan con la incertidumbre del mañana, tengan el valor de mostrarse orgullosos de lo que son.

Ernesto Rodríguez.



Esta historia llegó a mis manos por casualidad en un proyecto de fin de carrera de arqueología excavando en lo que en su momento fue el cementerio de la mencionada Real Basílica de San Francisco el Grande, ahora parque donde los niños aprenden a divertirse.

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