Déjenlo es
igual, grítenme lo que quieran, despotriquen si lo prefieren e incluso acuérdense
de mí y de todos mis ancestros, que poco pueden hacer. He tomado la decisión de
vivir, perseguir aquello que me hace feliz. Tiene sus riesgos, nací con sibarita
paladar, y no me vale cualquier cosa.
No haré caso
de sus advertencias y supuestos peligros. Salirme del camino que establecen sus
estrechas mentes no es un problema.
Su protección,
miedo mal disimulado, no es una opción para mí. Reflejan en mí sus inseguridades.
Guárdense sus “y si…”, “hay gente
que te quiere” y demás corazas demagógicas.
No de ustedes de quien hablamos, si no de mí.
Viví sin
miedo hasta ahora porque no me lo pude permitir.
Pero resultó
que de ello salí airoso, feliz, completo y seguro de mí mismo. Lo suficiente como
para saber que temo más una vida larga con la losa de no haber hecho lo que mis
entrañas ansiaban, que una corta en la que hice todo lo que me emocionaba y
estimulaba.
Estense
tranquilos familiares y amigos, que si alguna vez desaparezco de improviso, lo
hago sin desasosiegos ni pesadumbres.
Y aunque me
lloren, espero que antes o después se den cuenta del acierto de mi decisión. La
razón dice que no, pero por muy admirador que sea de ésta no me permite
alcanzar esa plenitud necesaria para caminar sin angustia.
Para bien o
para mal, a mi felicidad no se llega pensando (aunque me de me muchos placeres),
si no sintiendo.