Les explico qué pasa. Yo nací sin abuelos; el paterno,
gallego, murió siendo mi padre aún pequeñito y el materno poco antes de que
Felipe González ganara las elecciones del 82.
Crecí con amigos que me hablaban de sus abuelos y de los
consejos que les daban, de las historietas, de lo que aprendían sin quererlo
sobre la vida. Y aunque sí conocí dos abuelas maternas que soslayaron en parte
esa falta, nunca tuve esa figura tan entrañable: el abuelo.
Nunca pude repasar con ellos cómo era la guerra en vivo y en
directo, cómo era que se te llevasen en un camión los falangistas, ni pude
tener una conversación de política, cómo vivieron la legalización del PC, o
como, en el caso del materno, fue siempre un adelantado a su época y tuvo tan
claro que las mujeres eran iguales que los hombres y que sus hijas tenían que
ir a la universidad sí o sí.
No tuve todo eso. Por ello, me tuve que buscar ese tipo de
cosas en los libros y ha habido (o hay) figuras que escribieron historias
maravillosas que marcan mi vida. Las letras, la imaginación, inventar,
emocionar… todo ello forma parte de un mundo muy mío en el que he sido pasivo y
en el que siempre quise estar de manera activa. Es quizás por todo esto que
cada vez que muere un Sampedro o un García Márquez me afecta de una manera
especial. Porque son como abuelos que me han educado, me han contado anécdotas,
me han hecho imaginar hechos y mundos antiguos, me han hablado de justicia, de
muerte, de amor, de cariño hacia los nietos, han ensalzado la sabiduría de los
mayores erigiéndola como un pilar (como lo que la Historia debiera ser), pero
sobre todo, me han hecho entender dos cosas: que el mundo es grande y que hay
que conocerlo, y que a veces ese mundo no es suficiente por feo o falto de
sentimientos y que entre las cubiertas de un libro podemos vivir todo aquello
que nos falta.
Gabo me enseñó que la vida decepciona, así me pasó con la
que se considera su obra maestra Cien años de soledad, pero en ese mismo libro
me enseñó ternura con Úrsula de Iguarán como lo hiciera Salvatore en su
momento, también la belleza del lenguaje que puede desanudar el más macabro de
los líos, los desastres de la guerra… Con Crónica de una muerte anunciada
aprendí que a veces la esperanza no es suficiente para salvar la vida y que
ésta siempre acaba.
Más en general saqué de él la lección de que Latinoamérica es
un sitio al que ir y visitar, que hay que quererla y respetarla y dejar que
crezca y se desarrolle en paz y por sí sola. Descubrí que el arte es
comprometido y que los valores no son papel mojado para algunas personas.
Es por eso que tengo que dar las gracias a Gabo (como a
tantos otros), por ser ese abuelo que me faltó de chico. Es curioso pero se va
a unos meses de que empiece una andadura nueva, precisamente por allá donde se
nos va. La vida siempre tiene estos círculos, como en Macondo.
Hasta siempre Gabo.
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