Ya
os he hablado antes de sonrisas que cambian un día, ya os he descrito las
sensaciones que producen algunas miradas que esconden emociones que tú sólo
puedes intuir, ya he abierto mi caja de amores y desamores intentando que
revivierais aquello que teníais guardado en algún rinconcito de vuestra
memoria, de vuestro corazón. Pero me temo que todo eso es insuficiente.
He
descrito la muerte y a aquellos que lidian y luchan contra ella lo mejor que he
podido, he intentado convencer a todos mis compañeros de que tenían que saber
tratarla, que tenían que saber acompañar en ella. Pero NO ES SUFICIENTE.
No
existen palabras para expresar lo que hoy he vivido, lo que he sentido… Esto,
que puede que no sea más que un espejismo producto de mis ansias de empatizar,
de ser aquello que aún no soy. Esto, que puede que no haya sido más que una
sugestión.
Pero…
¿acaso importa? ¿Si la realidad que percibes no es cierta, pero tú la vives y
te determina para siempre, no es en cierta forma igual de válida?
Sé
que no debo contar nada, sé que no se puede, y por ello no explicaré nada que
sirva para que se la pueda identificar, pero necesito gritar al mundo que he
visto un ángel de carne y hueso, que no ha necesitado tocarme para grabarme a
fuego su rostro en la memoria, su canción en mis oídos. Necesito dar cierta
trascendencia, inmortalidad, a una persona a la que jamás podré olvidar.
La
conocí hace una semana escasa postrada en la cama. ELLA era, y a día de hoy todavía
es, madre y esposa. Para mí no era más que un nombre de 45 años, una
enfermedad. Cierto que había una historia triste detrás, pero al fin y al cabo
no era una persona todavía. Sabía que ELLA era especial, que todos la trataban
con un cariño diferente; porque el ser humano es así y no se puede evitar, y
sospechaba que era mejor para mí no llegar a conocerla. Es por eso que me sentí
aliviado cuando supe que la llevarían los compañeros. No duraría mucho ese
alivio. Por su culpa, maldito sea ÉL.
Por
aquel entonces estaba especialmente involucrado con otro caso que teníamos,
similar en tragedia, pero distinto en término. Pensaba que mientras estuviera más
centrado en este caso estaba protegido, pero ayyy… ¡qué equivocado estaba!
Saben eso de que hay sonrisas que desarman, ¿no?
Pasamos
de refilón por su habitación, saludamos y nos fuimos. ELLA sólo golpeó un poco.
Sí, con la sonrisa. Y con una forma de expresarse inocente y amable, positiva,
vital. Pero aún no estaba prendado.
ÉL
habló con ELLA aquel día. Durante una hora. Yo estaba en el despacho
adelantando trabajo y cuando volvió y en el tono que solemos usar le dije: “Sí
que la cuidas ¿eh?”. Lo confieso, sentía curiosidad, quería saber más sobre aquella
persona a la que todos casi veneraban sin importar la cantidad de años que
llevasen ejerciendo, con ELLA no había corazones de piedra. La respuesta fue
una losa, pero mi perdición: “Sí, es que me ha dicho que cuando deje de valerse
por sí misma prefiere morirse, no quiere ser una carga para su marido, entonces
me ha dado por quedarme, ya ves”.
Joder…
Era cuestión de tiempo.
Se
fue de alta, pero hoy ha tenido que volver, igualmente al otro equipo, e igualmente
ÉL grabó el destino. “Pasamos a ver a la paciente de la 58 y después saludamos,
por lo menos para ver cómo está”. Mi cerebro ha querido obviar la certeza, pero
en el fondo estaba ansioso. Hemos salido de la 58, y ÉL ha dicho que no tenía cuerpo.
Después de tanto tiempo hemos llegado a entendernos bien, y su mirada ha dicho
más: “Vale pues no te preocupes, date un momento”. Iluso yo, ¡si lo necesitaba
igual o más que ÉL. Hemos bromeado, como siempre, para armarnos de valor y
cuando “se ha acabado el descanso”, hemos entrado tres en la habitación. No me
atrevería a decir que hayamos salido ni siquiera uno sumándonos a todos.
Otra
vez esa maldita sonrisa (y perdónenme por repetirme), pero es que llena el
alma. No me había fijado en sus ojos… hasta ese momento. Brillaban con una luz
especial, con la vida de una recién nacida, con la melancolía y la tristeza de
aquel que se va sin remedio.
Hemos
charlado y comentado varias cosas, ÉL quería sacar el tema, pero había una
familiar que se lo impedía. Yo estaba enojado por no haberme dado cuenta y no
haberla sacado, por haber entrado, ¿cómo podía negarle un momento de
tranquilidad con ÉL? ¿Cómo yo, que sabía cómo trabajaba Él y las necesidades de
ELLA no me había anticipado y había hecho lo necesario por procurarles un
ambiente íntimo? ¿Cómo podía arreglarlo? Quizás aún podía pedirle a la familiar
que saliera un momento conmigo que quería comentar algo, pero no quería
asustarla a ELLA, no necesitaba estarlo más.
Y
mientras todo esto pasaba en mi cabeza, iba escuchando como aquella chica,
hecha sin un ápice de maldad se preocupaba únicamente porque la tenían que
cuidar, relativizaba todo lo que había hecho por su hijo y su marido… apenas
contaba. Esa modestia…
Y
en este momento lo he visto flaquear. ¡¡A Él!! Que lo había visto salir de los
mayores malos tragos que se puedan encontrar en un hospital. Había sido casi
indetectable, pero la lógica que acompaña a sus palabras de apoyo y cariño no
se había dejado ver durante una décima de segundo.
Yo
mientras, seguía dándole vueltas hasta el punto de que he querido ayudar como
fuese y he preguntado por una almohada que tenía a su lado puesta a lo largo,
sabía por qué estaba, pero viéndola tan centrada y consciente de sus
circunstancias he querido transmitirle que estábamos atentos al más mínimo
detalle. Era porque la tripa le pesaba mucho y eso aliviaba la carga, un tumor
de 25cm…
Y
su mayor preocupación era no haber podido cuidar más de su familia…
Me
he excusado diciendo, “vale era por si te dolía el brazo o algo” y lo he
acompañado de toda la carga comunicativa no oral que he podido. ELLA lo ha
cogido (ojalá eso hubiera sido lo peor que la habían dicho) y ha respondido: primero de forma no verbal, mirándome a menudo al explicarse. Luego en voz alta:
“Yo encantada con Él y su equipo (y nos ha mirado) y el resto de compañeros
(por los que no estaban), me habéis tratado siempre como una reina”.
“Como
lo que mereces… Como lo que eres”. –Ha respondido Él.
Todo
ha seguido y finalmente nos hemos ido. Tras el sonido de la puerta sólo el
ruido de la planta podía escucharse entre nosotros.
Ya
había tenido esa sensación antes, un caso que te deja tocado y pensativo el
resto de la mañana, que según va pasando el tiempo vas dejando atrás, te marca
para siempre, pero no te ata a él. Lo había pasado a solas con ÉL y con más
gente alrededor. Quería ayudarlo, por una vez ÉL tenía que ser salvado.
–“Yo
es que de verdad no sirvo para esta especialidad”. –He musitado.
–Ya,
yo tampoco. –Ha respondido ÉL.
Nos
hemos ido animando los tres a comentar lo buena gente que es, la ternura que te
crea sólo con mirarla, la vida que tiene, cómo el ser así es factor de riesgo
para que te vaya mal. Y entre todo esto ha sido un momento, una décima de
segundo, ÉL se ha bajado las gafas como hace a menudo para restregarse los
ojos, pero esta vez ha sido diferente: una ligera humedad se ha esparcido
brillante por su nariz, sus ojos apenas aguantaban sin desbordarse. He girado
la cabeza para no violar su intimidad y cuando he vuelto a mirarlo ya parecía
todo normal.
Después
de 20 años… y aún llora. No he podido más. Hemos cruzado taciturnos y lóbregos
el pasillo del hospital hasta la planta donde nos esperaba la siguiente
paciente. Les he dicho que fueran yendo a la habitación que ahora los
alcanzaba, me he metido en el baño y ahí he llorado, aunque tímidamente. De
rabia, de pena, de ternura, de admiración por ÉL, por ELLA, de estar allí y no
poder seguir, de no ser aún suficientemente bueno. Por la vida, que a veces es
muy puta, por demasiadas cosas.
Ha
pasado, me he limpiado y he pensado que la siguiente paciente se merecía
igualmente una versión de mi al 100%. He salido decidido, he suspirado y he
entrado en la habitación. Después, sólo rutina.
Y
esta es la historia de la primera vez que he llorado por una paciente. La
historia de cómo esas feas paredes a veces esconden sentimientos y de cómo no
dejamos de ser humanos. Y por mucho que lo intentemos no hay palabras ni
ciencia que nos hagan comprender, o mejor dicho sentir, lo que los pacientes padecen
y lo que los de la bata llevamos por dentro. Con fallos que cuestan vidas, con
aciertos que las salvan, con palabras que lapidan esperanzas y con otras que
dan aire.
Con
todo ello, que tira de nosotros hacia abajo y que nos oprime el pecho. Porque
sí, aún con el fonendo puesto, seguimos siendo personas.