Tuesday, February 8, 2011

Martinita

“Ganas, ganas, Martinita, déjalo ya” Ahora me sonrío cada vez que escucho estas palabras en mi cabeza, pero qué desastre era aquella chiquilla, un terremoto, se lo digo yo.
¿Qué quién soy yo? Antonio Morales de Cantalejo, para servirlos y más a sus señoras... ¡Pero no se me enfaden señores! De verdad, ¡qué sensibles están ustedes hombre! Ya no se aguanta el humor de los andaluces, y menos si son gitanos... ¡Qué época Dios Mío!

Bueno, ¡qué me enrollo! Y pá una vez que me dejan contar mi historia, mal se hablaría después de mí si no me centrase en ella.

Ahhh Martinita que ojos negros que tenía mi gitana... ¿Podrán imaginárselos si les digo que eran negros como el azabache? Sí, amigos sí, una cosa como pocas se han visto, ¡qué brillo, que vida irradiaban! La pena fue que se desperdiciara tanta vida, ¡créanme, el mayor delito de la humanidad!...

Ya de pequeña ella era especial... Se le veía un salero que pocas chicas de su edad tenían, muy bien lo sé yo, pues era hija de mi compadre. ¡Y bien sabe el de ahí arriba, que algo hubiera intentado con la muchachilla si no le hubiera sacado 23 años!
Su padre, mi compadre como decía, José Gómez Tuntena, de profesión: vividor, pero de los buenos, de los que ya no hay, un señor que salía de su casa por la mañana para ir a trabajar como todo buen hombre que se precie, y de camino a la fábrica (pues ahí trabajaba él muy honrosamente, en la fábrica de puertas de Don Mingón), que estaba pues como de su casa al súper del barrio, el muy señor mío, ¡qué en paz descanse! ya había catado el vino en un par de bares, o tres...

Pero como les iba diciendo, Martinita de pequeña era de lo que no hay, te cogía un día, con cuatro añitos ná más, y te decía: “Tito Tonio (¡vive Dios que nadie menos ella me llamaba así!) me está dejando dezcuidaíca, hágame el favor de jugar conmigo un poco, hombre ya” A mí me camelaba, ¡qué desparpajo, y tan chica! Y ahí era cuando yo me negaba, no tenía yo la cabeza nunca para jueguecitos, por supuesto, la muy endemoniada, no se callaba y seguía de la siguiente manera, “Xiquillo, que desavorío me eres” Entonces le decía la frase con la que comenzaba tan brillantemente mi relato, y empezábamos a correr como locos por los alrededores de su casa, la verdad es que tenía muxa guasa, la niña.

Como era de esperar, la chica fue creciendo, y se plantó en la edad mala, había cogido la belleza de su madre y la gracia que caracteriza estas tierras del Sur. Y era cuestión de tiempo que pasara lo que tenía que pasar... ¡Una pena la verdad! Ya lo creo...

A Martinita se le conocieron las primeras conquistas a la edad de 15 años, en un pueblo, como en el que vivimos, todo se acababa sabiendo, y el padre merodeando por los bares, se enteraba, el pobre diablo. Siempre fue muy sentimental, y el vino que no ayudaba, ¡pá que negarlo! El caso es que salía como un rayo para casa, y lo que pasara allí sólo su esposa, su hija y él lo sabían. Pero baste decir que no se veía ni a una ni a otra fuera de la casa en una semana bien pasada.
Perdonen ustedes que me empiece a poner a serio, pero la historia deja de tener gracia en este momento. Mi compadre José no siempre había sido tan violento, los años le hicieron mal, y yo no estaba de acuerdo con lo que hacía, ¡cómo iba a estarlo!, pero claro, hace 40 años nadie movía un dedo por el vecino, y menos si eran dos mujeres.

Mala fortuna fue, que se enterara de uno de los juegos de su Martinita el día que llevaba una botella de vino bien holgada. Se lo contó esta vez el carnicero del pueblo, se conoce que por aquella época, no pasaba buena racha y decidió que sería divertido llevar desgracias a nido ajeno. José, salió como un miura, y de tan mal carácter lo ví, que lo intenté parar. Casi siete minutos fueron, desde el bar a su casa, intentando tranquilizarlo, de poco sirvió, abrió la verja de su casa, y ahí me dejó plantado. Yo me quedé inmóvil, no iba a entrar yo en la casa de mi amigo José siendo asuntos familiares los que había de por medio.

Muerto me tendría que haber quedado en ese momento, todo tipo de improperios que no voy a citar escuché, oí una hebilla sonar, y la madre de Martinita gritar, poco tiempo tardó en recibir su castigo también por: “haber criado una hija tan buscona”, según pude escuchar.

Señores no me juzguen mal, no entré porque no era mi deber, más hice que el resto, que provocaban, cuchicheaban y en cierto modo se satisfacían, nadie movía un dedo. En aquella época... ¡ni locos!
Pero que mal duermo desde entonces, no hay noche que no me arrepienta de no haber parado a ese mal bicho de José.
Sé que dije que era mi compadre, nos criamos juntos desde que éramos dos chavalines, a todos lados íbamos juntos, le ví casarse, tener su hija, y siempre me decía que era gracias a mí que sin mi amistad, poco habría hecho en la vida.
Sin embargo, nada de eso le hizo ser feliz, dudo a veces de que valorara nuestra amistad.

Soledad Quintana, esa chica le cambió, la conoció en un pueblo vecino, se enamoró rápido de esos rizos dorados, y cuando parecía que el señor José se nos iba a casar, algo pasó, se presentó en mi casa bien entrada la noche, parece ser que la tal Soledad había decidido irse con algún otro señor a conocer mundo.
José se refugió en la botella, a partir de ahí entró en una mala racha, su carácter cambió, ya no era aquel chico joven que se arrancaba a cantar y hacía bromas sin parar. Lo que les diga... que el tiempo no le había hecho bien.
Conoció unos meses después a su actual mujer, una chica que siempre había estado enamorada de José, lástima que no se diera cuenta que con quien se casaba no era José sino una sombra de lo que fue. Unos años más tarde nacería de ese infeliz matrimonio Martina, mi querida Martinita. Todo el mundo pensó que ella sería la que arrojara luz al bueno de José, los vecinos del pueblo sabían perfectamente lo que seguía sintiendo por esa Soledad, incluso su mujer, pero decidió ponerse una venda al dar el “Sí quiero”, y con ello condenó su vida, la de su hija y, espero las vidas de todos los habitantes del pueblo, quiero pensar que desde entonces no soy el único que tiene pesadillas con lo que pasó aquella fatídica noche del domingo de Resurrección del 63.

Martinita llamó a mi puerta el día anterior para pedirme un favor, tenía que ayudarla a escaparse con David, un gran chico, le había conocido en un pueblo cercano, su tío le había ofrecido trabajo en Madrid y ella entraba dentro de sus planes, así que le ofreció la posibilidad de dejar atrás tanto sufrimiento. Ella, joven y con fuerzas aceptó sin dudarlo, había intentado convencer a su madre durante una semana para que se fuera con ella, pero no pudo convencerla.
La primera parte de mi misión era sencilla, llevarme a su padre de fiesta el domingo y asegurarme de que no pasara por casa hasta bien entrada la noche, la segunda iba a ser más complicada, tenía que proteger a su madre. Debí de poner buena cara cuando ella sin que yo abriese la boca me dijese: “Tito Tonio, ¿no me irá a defraudar ahora no?”
Se fue de mi casa con la promesa de que haría todo lo que estuviese en mi mano por ayudarla, tanto a ella como a su madre.

Y así llegó el famoso domingo de Resurrección, me llevé a su padre después de la comida, pues se empeñó en ir por la mañana a misa, “Mal fario me da esto”. -Pensé yo.
Llevábamos ya un par de horas en el bar, cuando entró por ahí el carnicero, maldito sea mil veces, rojo como un tomate y con problemas de habla. Según entra y ve a mi compadre, se dirige a él con cara de satisfacción, yo viendo como iba, quise entretenerlo, no fuera a ser que supiera algo, pero de nada sirvió, se soltó, se arrimó a José y le soltó las siguientes palabras:

-No creerás lo que he oído en el pueblo de al lado, tomando un vinillo.

-Mi buen amigo, yo a ti te creo todo, bien me ayudaste hace un tiempo a enderezar a mi familia, ¿que habría sido de ella sin ti? –Contestó José.

-Pues porque te aprecio, y sólo por eso, te diré que David el hijo del panadero del pueblo vecino, ¡se marcha a la gran ciudad!

-¡Pero bueno hombre! ¿Ya estás borracho? ¡Y a mi eso que más me da!

Juro que en este momento noté como la sangre se congelaba en mis venas, intenté interrumpir la conversación.

-¡Venga carnicero, a cortar filetes que se te está yendo la olla! –Solté mientras le empujaba fuera del bar.

-Oye, oye sin faltar y mejores modos, que yo no digo las cosas por decir. ¡Que se nos marcha acompañado de tu Martinita José!

En ese momento un rayo me paralizó por completo, vi cómo se giraba José y le cogía por el cuello de la camisa al carnicero, apartándome a mí en el acto.

-¿Cómo te atreves a decir una cosa así? Mi hija jamás abandonaría su familia, nos quiere con locura.

-Sabes que yo nunca miento, y si no ve a casa a comprobarlo...

-Por tu bien que sea cierto o te las verás conmigo.

-Dios no lo quiera.

Y José salió por la puerta corriendo como alma que lleva el diablo. Yo salí disparado detrás de él repitiendo la misma escena que había vivido unos meses antes. Intenté persuadirle, y tan pesado me puse que me metió un puñetazo y en el suelo me dejó.

Cuando me levanté era de noche aún, salí corriendo a casa de Martinita, al llegar encontré la puerta abierta, entré y me dirigí al salón donde la madre de Martinita, con un ojo morado, estaba delante de ésta para protegerla. Martinita, estaba agachada llorando y con la cara ensangrentada y José tenía una pistola en su mano.
Ya estaba casi a su lado cuando se escuchó un disparo, me quedé paralizado, inmóvil, el cuerpo de la madre de Martinita se desplomó. Martinita empezó a gritar como una loca y se avalanzó sobre el cuerpo de su madre recibiendo otro disparo.

En ese momento pude reaccionar, le aparté de un empujón y me tendí sobre las dos mujeres, aún llegué a tiempo de escuchar a Martinita decirme: “Tito Tonio, no pasa nada, ahora descansaré”

Me giré con intenciones claras de matar esa mala bestia que había cometido esa monstruosidad, pero no hizo falta. Él mismo tenía ya la pistola en la boca, un segundo después una tercera bala dejaba otro cadáver.

•••

Como pueden imaginarse ustedes, a mí me costó recuperarme de aquella noche, los tres fueron enterrados y por petición expresa mía José fue enterrado apartado de su mujer y su hija.
Yo malviví como pude unos años y creo que nunca he llegado a superar la tragedia. Pienso de verdad que fui culpable al igual que el resto de los vecinos que conocíamos la situación de la pobre Martinita y su madre. No quisimos hacer nada, o lo hicimos tarde y mal. Pero ya se sabe, hace cuarenta años...

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