Las horas pasan y cada vez es más difícil justificar la injusticia del tiempo que parece transcurrir de forma distinta dependiendo de qué midamos. Se acaba vivir en el Norte, se acaba el tiempo de pensar, el tiempo para limpiar heridas de la rutina.
Donosti es una ciudad que da igual lo clasista que pueda llegar a ser, parece que siempre esconde un rincón para mí, un lugar en el que sentirse en casa. Donosti la antigua, la nueva, Donosti de montaña, de playa.
Paseamos después de comer hasta coger el funicular que nos llevará a un tiempo en el que éramos niños, por dos euros puedes subir en una barquita que amenazará con volcarse demasiadas veces en apenas 3' de trayecto, pero merece la pena sólo por ver a un amigo chocar los cinco con niños desconocidos, por sentir la adrenalina del no peligro, sentirse un poco pirata y todo con un atardecer de fondo que abriga como sólo él sabe, con nostalgia y noche fría.
Busco una buena posición, son ya muchos atardeceres y aún hay espacio para descubrir. El mar infinito del norte euskaldun sirve de cortina, un contraste sobre el que se despliegan los últimos colores del día. Hoy me ha fascinado cómo la luz puede pasar de colores cálidos a fríos descomponiéndose en infinitos matices que evitan fijar límites a cada franja. Mar azul, montaña negra, últimos rayos rojo oscuro que poco a poco se tornan naranja en su ascenso al hogar de algún dios despistado; algunos destellos amarillos parecen escapar hacia el cielo mezclándose dando un tenue color verde algo turquesa que se va enfriando hasta llegar a ser azul cielo de nuevo.
Según agoniza la luz se ve un violeta intenso en el horizonte, se ven más los verdes y ya casi desfallecido el día algún marrón. La vista se fija en lo que siempre estuvo en realidad, esos colores no hacen más que hacerse más patentes pero ya estaban ahí sólo hacía falta mirarlos. ¿Volveremos a mirarnos?
La noche lo envuelve todo, las estrellas aparecen intimidadas por las luces de Donosti y detrás de mí ha estado permanentemente un hotel de 4 estrellas muy estratégicamente situado para que sus clientes tengan esas vistas desde la terraza, calentitos... privilegiados.
Nadie mira, no obstante, a través de la ventana, quizás algún extranjero distraído que rápidamente se vuelve hacia su teléfono. Es triste, el dinero vacía todo. ¿De qué sirve aspirar a todo ese lujo si luego no eres capaz de disfrutar de un atardecer como el de hoy?
Llega el final del día y con él el del viaje está cada vez más próximo; poco a poco, el juego de luces ha iluminado pensamientos vagos, confusos y contradictorios que guardaré para mí. Conclusiones a fin de cuenta, fines que poco a poco consigo integrar y que deben quedar para mí.
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